El nuevo orden erótico – Por Juan Manuel De Prada
El nuevo orden erótico
Por Juan Manuel De Prada
Acabamos de leer un lúcido ensayo de Diego Fusaro, El nuevo orden erótico (El Viejo Topo), que abunda en algunas de las cuestiones que desde hace años abordamos en nuestros artículos. El capitalismo no es un mero sistema económico, sino que posee una visión totalizadora y articulada del hombre, una antropología corrosiva que se funda no sólo en la liberalización del consumo, sino también de las costumbres. En cualquiera de sus fases (pero más todavía en esta fase global), el capitalismo necesita instaurar una ‘religión erótica’ que moldee a las gentes, convirtiéndolas en la papilla humana que requiere para concentrar la riqueza.
Fusaro es un filósofo de filiación marxista y gramsciana (a quien, sin embargo, la izquierda caniche, siempre al servicio del reinado plutocrático mundial, moteja de ‘rojipardo’). De ahí que tenga tanto valor su penetrante y devastador análisis de este «nuevo orden erótico» instaurado por el capitalismo, que se acompaña de un estimulante estudio del «poder derrocador del amor» (quizá las mejores páginas de la obra) y de una valerosa reivindicación de la institución familiar. Puesto que la persona amada es exactamente lo contrario que una mercancía, el capitalismo necesita provocar una subversión antropológica radical, que convierta lo que es único en algo fungible e intercambiable. De este modo, combate las relaciones amorosas hasta anularlas y sustituirlas por goces sucesivos, ‘experiencias’ que puedan ser deglutidas y defecadas, antes de ser reemplazadas por otras todavía más gozosas, como las pacotillas en un outlet. Así, según las reglas del consumo erótico, el amor se subsume en una temporalidad acelerada «donde la búsqueda febril de lo nuevo, el ritmo apremiante de la moda, coexiste con el eterno retorno zaratustriano de lo mismo, es decir, con la repetición siempre renovada y potencialmente ilimitada del gesto nihilista del consumo».
En esta fase del capitalismo global, la experiencia amorosa –que aspiraba a la eternidad y, sobre todo, a mantenerse fielmente aferrada a la insustituible persona amada– se convierte en algo flexible y omnidireccional, aceptando las reglas bulímicas del consumo. Y queda atrapada en una especie de «destrucción nihilista creadora», sometida a las mismas leyes que el resto de mercancías, que una vez consumidas vuelven a aparecer como por arte de birlibirloque, en una sucesión inagotable, para que los consumidores puedan disfrutarlas incesantemente. Así, el capitalismo modela personas inmersas en una transitoriedad líquida, desarraigadas, incapacitadas para los compromisos serios y duraderos. Y, a falta de tales compromisos, el mercado ofrece a esas personas nuevas mercancías que azuzan sus deseos, un incesante acopio de mercancías que no puede detenerse (pues, si lo hiciera, el sistema de producción se iría al garete), convirtiendo a las personas en mónadas aisladas que vagan en pos de otros cuerpos sobre los que poder proyectar su deseo, aventuras ‘ilusionantes’ que les permiten negar la odiosa ‘monotonía’ de la vida conyugal.
Porque, por supuesto, el enemigo principal de este «nuevo orden erótico» denunciado por Fusaro es la familia fundada sobre vínculos estables, sobre la dualidad de sexos, sobre la procreación, sobre la solidaridad patrimonial… sobre todo aquello, en fin, que fortalece el arraigo y los vínculos. El capitalismo necesita individuos sin ataduras ni vida moral digna de tal nombre, que funden su felicidad en una fluidez erótica plurimorfa, en relaciones efímeras y cortoplacistas que parecen colmarlos… a cambio de convertirlos en personas insatisfechas para siempre. «Lo importante –subraya Fusaro– es que no se creen vínculos firmes y solidarios, presentando la alternativa del desarraigo amoroso como una experiencia seductora y emancipadora. A estas personas tristemente convertidas en ‘átomos posidentitarios’, solteras en el sentido ontológico más profundo, el capitalismo les brinda luego el venenoso premio gordo de la ideología de género, que –como todas las ideologías– niega su estatuto ideológico y se presenta a los ojos de sus ilusos adeptos ‘como una forma natural de ver, entender y habitar la realidad’». Al bazar de las ilusorias identidades de género generadas por esta ideología al servicio del capitalismo dedica Fusaro las últimas páginas de su admirable ensayo, al que sólo falta una cierta mirada ‘sobrenatural’. Pues ¿cuál es la finalidad última –no estrictamente material– por la que el capitalismo impone este «nuevo orden erótico»? Fusaro, atrapado en el materialismo filosófico, no nos da la respuesta, que sin embargo hallamos muy nítidamente expresada en el versículo decimoquinto del capítulo tercero del Génesis.
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