España, brazo derecho de la Cristiandad – Por Padre Julio Meinvielle
España, brazo derecho de la Cristiandad*
Por Padre Julio Meinvielle (31/08/1905 – 02/08/1973)
El sentido profundo de la lucha española no se puede alcanzar sino a la luz de la vocación que le cabe a España en el destino de la Cristiandad. Y esta su vocación nos la ha de revelar, a su vez, el genio del apóstol que la conquistó para la fe y el genio de la misma España, a través de la historia, en sus conquistas de la fe.
Sabido es que Santiago el Mayor es el apóstol de Iberia o sea de lo que es hoy España y Portugal. Y Santiago es el segundo de los apóstoles y forma con Pedro y Juan el grupo de los tres apóstoles que fueron distinguidos por el Salvador. Sólo a estos tres distinguió con sobrenombres especiales, llamando a Simón con el nombre de Pedro a Santiago y Juan con el de Bonaerges, hijos del Trueno (Marc. III, 173), sólo a ellos tres hizo partícipes de su gloria en el Tabor y de su agonía en el huerto (Marc. IX, l). Sólo entre ellos tres, repartió el destino de su reino en la evangelización del mundo, porque si a Pedro le concedió el centro de su reino cuando le dijo: Tu eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella, a Santiago parece haberle concedido la derecha y a Juan la izquierda, cuando la madre de ellos, María Salomé, acercándose al Salvador le pidió que sus dos hijos se sentasen junto a El en su reino, el uno a la derecha, el otro a la izquierda. No sabéis lo que pedís, contestó el Salvador. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber? Respondieron: Podemos. Replicóles: Mi cáliz sí que le beberéis; pero el asiento a mi diestra o siniestra no me toca concederle a vosotros sino que será para aquellos a quienes le ha destinado mi Padre (Mateo XX, 20-23). Santiago mereció también la distinción de hospedar en su casa a la Santísima Virgen que había sido encomendada por el mismo Cristo a su hermano San Juan.
España entonces conquistada a Jesucristo por Santiago, constituida heredera del ímpetu y ardor del apóstol cuyo cuerpo conserva en la Basílica de Compostela, es como él, el Hijo del Trueno de la Santa Iglesia, la segunda después de Roma en el reino de la Cristiandad y el brazo derecho de la misma Cristiandad en las luchas por la defensa de la fe y en el ardor por llevar la fe hasta el extremo de la tierra. Y si Santiago fue el primero de los apóstoles en pagar con su cabeza su amor a Jesucristo, España también en el curso de la historia de la Iglesia da la primera el testimonio de su fe a Jesucristo no sólo cuando la invasión de la morisma sino ahora frente al empuje arrollador del 10bolchevismo. Y España, al igual que Santiago no puede separar su grandeza del amor a la Virgen, junto a cuyo lado vivió y que quiso visitarle y confortarle en su apostolado por España cuando posó sus benditísimos pies en el pilar de Zaragoza.
Extraordinaria profundidad teológica tiene entonces el Canto de Claudel:
Santa España, cuadrada en el extremo de Europa, concentración de la Fe, maza dura y trinchera de la Virgen Madre.
Y la zancada última de Santiago que sólo termina donde acaba la tierra.
Y esta vocación de España, expresada en la vocación del Apóstol que la conquistó para la fe, explica la unidad y la grandeza de España cuando se mantiene fiel a su vocación y señala su decadencia cuando le es infiel.
España es obra de la Iglesia
España es obra exclusiva de la fe cristiana de suerte que destruir la fe cristiana es destruir España y destruir España es como amputar la Cristiandad. ¿Qué era en efecto España antes que la impregnase la virtud del Evangelio? Menéndez y Pelayo nos lo dice en sus Heterodoxos Españoles: «Ni por la naturaleza del suelo que habitamos, ni por la raza ni por el carácter parecíamos destinados a formar una gran nación. Sin unidad de climas y producciones, sin unidad de costumbres, sin unidad de cultos, sin unidad de ritos, sin unidad de familia, sin conciencia de nuestra hermandad ni sentimientos de nación, sucumbimos ante Roma tribu a tribu, ciudad a ciudad, hombre a hombre, lidiando cada cual heroicamente por su cuenta, pero mostrándose impasible ante la ruina de la ciudad limítrofe o más bien regocijándose de ella.»
Todo ello así había de acaecer con una nación que es un mosaico de razas y de pueblos tan distintos como los iberos, celtas y celtíberos que constituyen el núcleo básico de su población y que luego, para colmo, se ha 11visto invadida por etruscos, fenicios, cartagineses, griegos, romanos y más tarde por alanos, vándalos, suevos, visigodos, moros y judíos. Cierto es que Roma logra dar una unidad legislativa a la Hispania. Y así «ata los extremos de su suelo con una red de vías militares; siembra en las mallas de esa red colonias y municipios; reorganiza la propiedad y la familia sobre fundamentos tan robustos que en lo esencial aun persisten…; da la unidad de lengua, mezcla la sangre latina con la (aborigen), confunde (sus) dioses con los (del suelo hispano) y pone en los labios de los oradores y de los poetas de la Hispania el rotundo hablar de Marco Tulio y los hexámetros virgilianos».
Pero esta unidad de Roma no era sino preparación a una unidad más alta como lo era, a su vez, la misma Roma. España parecía pero no se sentía una. Faltaba la unidad de la fe y con ello faltaba la unidad. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime; sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones: sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social. Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin unos mismos sacrificios; sin juzgarse todos hijos de un mismo Padre y regenerados por un sacramento común; sin ser visibles sobre sus cabezas la protección de lo alto; sin sentirla cada día en sus hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en la plaza del municipio nativo, sin creer que ese mismo favor del cielo que vierte el tesoro de las lluvias sobre su campos, bendice también el lazo jurídico que él establece con sus hermanos y consagra con el óleo de justicia la potestad que él delega para el bien de la comunidad y rodea con el cíngulo de la fortaleza al guerrero que lidia contra el enemigo de la fe o el invasor extraño, ¿qué pueblo habrá grande y fuerte? ¿Qué pueblo osará arrojarse con fe y aliento al torrente de los siglos? (Menéndez y Pelayo, Historia de los Heterodoxos españoles.)
Y el cristianismo forjó esta unidad de España. Llevado por la voz impetuosa de Santiago y de Pablo, propagado por el fuego de los siete varones apostólicos, Torcuato, Cecilio, Eufrasio, Indalecio, Tesifonte, Hesiquio y Segundo, fecundado por la abundante sangre de los mártires, tan magníficamente cantados por Prudencio, penetró por todos los rincones de la Hispania y dejó impregnado el suelo español. Ya Tertuliano en su tiempo podía exclamar que la fe de Cristo ganaba todos los confines de las Españas.
Y el siglo IV «nos presenta una Iglesia española, inmaculada en su fe, impugnadora del arrianismo, del cual se mantuvo incólume y del priscilianismo, contra el cual reaccionó enérgicamente, fuertemente adherida a la cátedra de Pedro, centro de unidad y severa en sus costumbres cristianas. Así se formó el pueblo hispano-romano católico, que después de una lucha de más de siglo y medio logró absorber y conquistar espiritualmente a los conquistadores bárbaros, suevos y visigodos y fue el precursor del gran pueblo español, de la Reconquista y de la edad de oro» (Hilario Yaben, El Debate, núm. extraordinario, feb. 7 de 1934).
Pero aunque existiese un pueblo cristiano, no había todavía un estado cristiano y por lo mismo tampoco existía un estado uno. Conprendiólo así el Rey arriano Leovigildo y por eso pretendió arrianizar a toda España. Pero fracasó en su intento porque no pudo descatolizar al pueblo de Santiago, como le convenció el martirio de su propio hijo Hermenegildo. Recaredo, su sucesor, comprendió entonces que la unidad de España sólo era posible por el leal sometimiento de la monarquía visigoda a la Iglesia. Y así magnífico y «único en la historia de la humanidad» es el espectáculo que ofrece Recaredo y su pueblo el 8 de mayo del año 589, en la ciudad de Toledo, en que abjurando la herejía arriana, entran en el seno de la Catolicidad un rey con todos sus súbditos, constituyendo la unidad religiosa de España que debía ser la base de la unidad civil. Con qué sinceridad y con qué orgullo, dirigiéndose a todos los obispos de España…, y ante una inmensa muchedumbre de clérigos, magnates y pueblo, decía Recaredo: «Presente está aquí la ínclita raza de los godos, la cual, puesta de acuerdo conmigo, entra en la comunión de la Iglesia Católica, siendo recibida por ella con cariño maternal y entrañas de misericordia… Es mi deseo que así como estos pueblos han abrazado la fe por nuestros cuidados, así permanezcan firmes y constantes en la misma. Ante aquel espectáculo tan consolador prorrumpen los asistentes en vítores y se levanta a hablar San Leandro, metropolitano de Sevilla, y alma de aquella unificación y pronuncia estas memorables palabras: «sólo falta que los que componemos en la tierra un solo y único reino, roguemos al Señor por su estabilidad a fin de que el reino y el pueblo que unidos glorificaron a Dios en la tierra, sean glorificados por El en el reino celestial» (Zacarías García Villada, El Destino de España).
Desde este momento quedó estabilizada la nación española. Toledo es la cabeza jerárquica, civil y eclesiástica de todo el territorio comprendido entre el Atlántico y el Mediterráneo, los Pirineos y el estrecho de Gibraltar. Allí acuden a rendir pleitesía y homenaje a su rey los súbditos de toda la península y a su obispo reconocen como primado los metropolitanos de Narbona, Mérida, Sevilla, Braga, y Tarragona. La unidad fue tan firme que por indicación de San Isidoro se llegó a condenar la diversidad de ritos para que «los que estaban unidos en una misma fe y en un mismo reino no se mostraran desunidos, ni aún en la parte externa ritual».
Resulta entonces clarísimo que la Iglesia Católica que había unido primero al pueblo hispano romano por la profesión de una misma fe, lo unía ahora con lazo indisoluble en una unidad de régimen temporal. España es España porque la hizo la Iglesia.
Desde entonces quedó políticamente constituida la nación española independiente y personal, reconociendo la soberanía de los monarcas toledanos los mismo Cataluña que Aragón; Navarra que Vasconia; Galicia que Portugal; León que Castilla. De modo que lo primitivo en la formación de la patria hispana es la unidad desde el Pirineo a Gibraltar, desde el Cantábrico al Mediterráneo. Los Reyes Católicos después de dar término a la Reconquista no hacen, sino que reconstruyen la unidad perdida. Unidad que por otra parte no se pierde por voluntad del pueblo sino por una causa mayor como es la interrupción que producen los moros, interceptando las vías de comunicación de Navarra, el alto Aragón y Cataluña lo que obliga a estas regiones desvinculadas de los Reyes de Asturias y León, legítimos sucesores de los de Toledo a constituirse en unidades políticas independientes. Pero aún entonces, cuando por causa mayor falta la unidad de régimen, una unidad más alta como es la defensa del propio suelo y de la propia fe, unifican a todas las regiones españolas en una única cruzada. (Zacarías García Villada, El destino de España).
*Extracto del libro “Qué saldrá de la España que sangra” (1937).
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