El consenso político no tiene otro fin que el control oligárquico del poder y su reparto por turnos o parcelas – Por Juan Manuel de Prada
El paripé del consenso
Por Juan Manuel de Prada
Me he reído a mandíbula batiente leyendo los comentarios de los analistos y analistas sobre el emético cambalache aliñado en dependencias bruselenses por el desenterrador Bolaños y el escritor galante González Pons, para la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Todos los analistos y analistas se han esforzado servilmente en demostrar que la facción a la que están adscritos ha resultado triunfante en el cambalache, en un afán indisimulado por imponer un ‘relato’ que devuelva la ilusión a las masas cretinizadas alicaídas. Y es que las masas cretinizadas de ambos negociados ideológicos habían sido enardecidas durante años con ‘relatos’ que pintaban a los adversarios como una patulea maligna que deseaba mangonear el poder judicial, para que todas las corruptelas propias quedasen impunes; y, en fin, para garantizar que los jueces se guíen por lo que nuestros clásicos denominaban la «ley del encaje». Esos ‘relatos’ habían logrado calar en las masas cretinizadas de ambos negociados, que reclamaban (desde el negociado de derechas) resistencia numantina ante las tretas del doctor Sánchez, aunque se infringiera el mandato del bodriete constitucional; o bien (desde el negociado de izquierdas) que se burlara el bloqueo de la derecha mediante una nueva ley orgánica que permitiera al doctor Sánchez actuar como Juan Palomo.
Y de repente llegan el desenterrador Bolaños y el escritor galante González Pons y aliñan su cambalache bruselense. A las masas cretinizadas, de repente, se les ha bajado la espuma, como le ocurre al protagonista de ‘Madrid de corte a checa’, cuando se cuela en el café del Congreso y descubre que «se trataban todos con el afecto de los actores después de la función. Como Ricardo Calvo, tras hacer el Tenorio, se iba a cenar al café Castilla con don Luis Mejía, al que acababa de atravesar en escena». Más allá de ‘relatos’ grandilocuentes para consumo de cretinos, ambas facciones querían controlar el «órgano de gobierno de los jueces» (que en realidad es un órgano político para mangonear a los jueces) y asegurarse que los magistrados que lleguen a la cúspide de la carrera policial sean cipayos a su servicio; y con este cambalache bruselense se han asegurado que sean cipayos tanto del Tenorio como de don Luis Mejía. En su desfachatez, no se han molestado en introducir en el reparto de vocales –aunque sólo sea para disimular– ningún abogado, ningún catedrático, ningún jurisperito de reconocido prestigio; ni siquiera se han detenido en elegir apenas a más de dos jueces rasos que no pertenezcan a ninguna de las dos asociaciones que actúan como apéndices de los designios de cada negociado ideológico. En la carrera judicial, los jueces no asociados son mayoría; pero el cambalache bruselense les deja clarito que, mientras no pasen por el aro de la afiliación a una asociación apéndice de los negociados ideológicos, no podrán hacer carrera.
Todo, como se ve, muy repulsivamente emético. Por supuesto, esa pretensión pepera (en realidad un puro aspaviento para sacar musculito ante su parroquia) de que «los jueces elijan a los jueces» no es más que un brindis al sol, como ha señalado el desenterrador Bolaños; pues, naturalmente, un papelucho firmado en Bruselas no vincula a las Cortes. Pero este cambalache que garantiza a las dos facciones en liza jueces cipayos nos vuelve a probar –por enésima vez– que el «consenso político» instaurado por el Régimen del 78 tiene como misión primordial la disolución del consenso social. Por consenso social entendemos el acuerdo natural entre los miembros de una comunidad, articulado en torno a principios compartidos que hacen posible la convivencia. El consenso político, por contra, es el punto de encuentro de políticos sin escrúpulos que, con tal de sacar tajada, reniegan fácilmente de sus principios (si es que alguna vez los tuvieron). Un orden político sano tiene como misión garantizar el mantenimiento del consenso social; y un orden político enfermo tiene el empeño de destruirlo, para que la propia sociedad se desintegre. De ahí que ambas facciones hayan representado durante años unas disensiones insalvables en la renovación del sórdido Consejo General del Poder Judicial (como si no supiesen que terminarían pactando impunidad para sus respectivas trapisondas); pues representando este paripé conseguían que las masas cretinizadas de sus respectivos negociados se enzarzaran en una demogresca aturdidora que les hiciera olvidar lo que ambas facciones anhelaban y el vergonzoso sometimiento de los tribunales a los designios de las oligarquías políticas.
El consenso político no tiene otro fin sino el control oligárquico del poder y su reparto por turnos o parcelas entre los negociados de derechas e izquierdas; y su misma naturaleza exige la destrucción del consenso social, impidiendo que la sociedad comparta convicciones y certezas sobre las cosas, en especial sobre aquellas que son más necesarias para su supervivencia. Pues el consenso político obtiene su pujanza de la descomposición del consenso social, como el moho obtiene la suya del alimento podrido. Por supuesto, una vez que ha logrado destruir el consenso social, el consenso político seguirá brindando a las masas cretinizadas a la greña discrepancias menores, para que la demogresca, que es el caldo de cultivo del consenso, no decaiga.
Así funciona el régimen del 78. Lo demás son ‘relatos’; o sea, milongas para cretinos.
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