Consumidos por el porno: modelando adultos cada vez más egoístas y psicopáticos – Por Juan Manuel de Prada
Consumidos por el porno
Por Juan Manuel de Prada
Acaba de anunciar el Gobierno que está elaborando un proyecto de ley para proteger a los menores de la pornografía que infesta interné; para lo que se proponen crear «sistemas de verificación de edad» para visitar webs pornográficas que, por supuesto, serán un irrisorio coladero y un más que probable atentado contra la intimidad de las personas. En el anuncio divulgado por el Gobierno se detallan algunas de las lacras causadas por la pornografía –riesgo de adicción, distorsión de la percepción de la sexualidad, desarrollo de comportamientos sexuales inapropiados, impacto en la forma en la que se establecen relaciones afectivo-sexuales, normalización de la violencia contra las mujeres, etcétera–, que grotescamente se restringen a los menores; como si bastara cumplir dieciocho añitos para que mágicamente la pornografía se transforme en una forma de ocio como otra cualquiera, tal vez incluso de ‘ocio cultural’ (y subvencionable). Como si la pornografía fuese algo así como las novelas de Faulkner o las películas de Tarkovsky, que requieren una cierta ‘madurez’ y ‘formación’ para poder ser disfrutadas.
Pero los daños que la pornografía causa en los adultos son exactamente los mismos que causa en los menores; en algunos casos, además, agravados, pues el adulto consumido por la pornografía, además de destrozar su vida, destroza la de las personas que lo rodean. Aquí vuelve a demostrarse que nuestra época es incapaz de hacer un juicio ético sobre la naturaleza de las cosas (que es lo que distinguía, según Aristóteles, al hombre del resto de los animales); y necesita recurrir a subterfugios tales como este proyecto de ley de puro postureo y aspaviento. Pues, si de veras se desease combatir una lacra con efectos tan desintegradores de la vida afectiva y sexual, bastaría con erradicarla por completo, bloqueando desde los servidores el acceso a la pornografía de interné. ¿Por qué no se hace tal cosa? Sería tremendamente liberador para los adictos; y se evitarían daños emocionales y afectivos a muchos menores y adultos, sin necesidad de atentar contra la intimidad de las personas ni habilitar complejos certificados digitales que, a la postre, siempre resultan un coladero. ¿Por qué no cortan por lo sano y se dejan de paripés grotescos y alambicadísimos de dudosa eficacia? Se trata de algo tan sencillo como cerrar el grifo del agua envenenada, en lugar de andar poniéndole filtros absurdos e ineficaces.
Pero tal cosa no se hace porque el ‘consumo de pornografía’ es uno de los pilares fundamentales de la llamada ‘libertad sexual’. Y la llamada ‘libertad sexual’ es el más potente instrumento de dominación de los pueblos, según nos explica Aldoux Huxley en el prólogo de ‘Un mundo feliz’: «A medida que la libertad política y económica disminuye, la libertad sexual tiende, en compensación, a aumentar. Y el tirano hará bien en favorecer esta libertad. […] La libertad sexual ayudará a reconciliar a sus súbditos con la servidumbre que es su destino». La cruda realidad es que la pornografía, en las sociedades occidentales, se ha convertido en la droga o (permítasenos utilizar el término acuñado por el citado Huxley) ‘soma’ que mantiene a los pueblos pacíficamente esclavizados mediante el procedimiento que Herbert Marcuse, en su obra ‘Eros y civilización’, llamaba «desublimación represiva»: una «liberación de la sexualidad en modo y bajo formas que disminuyen y debilitan la energía libidinal» (que en la jerga marcusiana significa energía genesíaca, creativa y creadora), «una de las más horribles formas de enajenación impuesta al individuo y espontáneamente reproducida por el individuo como una necesidad y satisfacción propia».
En efecto, la infestación pornográfica que padecemos, a la vez que un poderoso disolvente de la moralidad y la afectividad, destruye toda forma de vida fecunda, creando rebaños de zombis sometidos a constantes estímulos sexuales. La pornografía contribuye maravillosamente a instaurar aquella «religión erótica que, a la vez que exalta la lujuria, prohíbe la fecundidad» avizorada por Chesterton, creando un «sexo sin relaciones», completamente autorreferencial, que alivia las frustraciones de una vida mostrenca y bajuna (como es hoy la vida de las sociedades occidentales), dejando a los adictos sin fuerzas para cambiar las estructuras opresoras (que, además, ni siquiera perciben como tales), resignados a trabajar a cambio de una remuneración que apenas les permite malvivir, comiendo pizzas en cuchitriles inmundos, sin amor y sin prole, en la triste soledad de suburbio, pero con suministro constante de pornografía. Que no les importará recibir a cambio de identificarse con ese certificado digital que prepara el Gobierno; porque una persona que acepta la vida indigna que le han asignado antes ha dimitido de su honra.
El consumo compulsivo de pornografía está modelando adultos tarados, cada vez más egoístas y psicopáticos, cada vez más incapacitados para la expresión de los afectos y la aceptación de los compromisos. Cualquier psicólogo o psiquiatra con consulta abierta lo sabe; y eso que a sus consultas sólo acude una porción mínima de adultos adictos, la porción más intrépida y a la vez humilde, mientras los demás siguen disfrutando como zombis de la infestación pornográfica que ha agotado su «energía libidinal» y los ha convertido en personas infecundas, tal como conviene a quienes los pastorean. Quienes, en el colmo de la hipocresía y la avilantez, pueden permitirse el lujo de presentarse ante las masas cretinizadas como protectores de la infancia.
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